Filosofia Politica
Muy mi hermano serás, Roberto, pero sos un militar represivo y yo estoy con el pueblo… si nos encontramos en la calle puede que uno de los dos salga muerto”,
le gritó Marisa d’Aubuisson a su hermano mayor, un día a mediados de los años setenta. Él, según me cuenta doña Yolanda Munguía, primera esposa de Roberto d’Aubuisson, había llegado a prevenir a la más querida de sus hermanas, involucrada desde joven en el trabajo organizativo de las comunidades eclesiales de base. Pero según la información con que el militar contaba, ese trabajo era sólo una pantalla de una actividad conspirativa de las guerrillas izquierdistas que él combatía desde la Guardia Nacional.
Hablé por teléfono con doña Marisa para que me diera su versión de ese y otros incidentes. Le expliqué que había hablado con sus hermanos, don Carlos y doña Carmen, y que deseaba confrontar sus testimonios. Me dijo que todo lo que tenía que decir respecto a Roberto d’Aubuisson lo había expresado ya en diversos medios y que no deseaba agregar nada más. Le pregunté si en efecto ella, como me habían asegurado sus hermanos y doña Yolanda, se había enrolado en el movimiento de izquierda. “A lo que yo pertenecí y pertenezco hasta ahora es a la línea liberadora de la Iglesia”, me respondió, y me reiteró que no me concedería la entrevista. Lástima, porque algunas cosas que tenía que preguntarle son muy graves.
Foto de La Prensa/ArchivoAPOYO INCONDICIONAL. La familia del mayor Roberto d’Aubuisson participó de forma activa en los mitines de ARENA, al igual que el oficial retirado.
Doña Marisa ha sostenido en algunas entrevistas de prensa su convicción de que d’Aubuisson no soló ordenó el asesinato de Monseñor Romero, sino que fue el responsable de la campaña “Haga patria, mate un cura”, y dirigente además de los escuadrones de la muerte. Su dicho tiene un enorme peso moral. Pero no concuerda con las convicciones del resto de la familia d’Aubuisson. Doña Carmen, por ejemplo, no se explica lo que ella considera “el odio enfermizo de Marisa contra Roberto, ese odio que hizo sufrir tanto a mi mamá hasta casi matarla de pena moral”. Don Carlos, por su parte, cree que “ella es una víctima del fanatismo ideológico, y de la frustración porque la izquierda no logró tomar el poder por la vía armada. Y claro, el líder que impidió esa posibilidad fue Roberto, de ahí la saña”.
Ambos, don Carlos y doña Carmen, reconstruyen lo que llaman el proceso de ideologización de doña Marisa: a finales de los años sesenta, ella se fue sin permiso de su madre a Guatemala. Sólo dejó una carta en la que afirmaba que iba a servir a Dios. Cinco años pasó en calidad de novicia. Luego se retiró de la orden religiosa y comenzó a trabajar con los laicos en las comunidades donde el Bloque Popular Revolucionario, (BPR) y el Frente Amplio Popular Unificado (FAPU) realizaban también tareas organizativas entre los cristianos.
La línea divisoria entre las comunidades eclesiales de base y el BPR y el FAPU siempre fue muy tenue, por decir lo menos, pero más tenue era esa línea entre el BPR y el FAPU y las guerrillas de las Fuerzas Populares para la Liberación (FPL) y las Fuerzas Armadas de la Resistencia Nacional (FARN).
Roberto d’Aubuisson creía que doña Marisa hacía de “tonta útil” de las guerrillas y, en privado, solía expresar su preocupación porque fuera a pasarle algo grave, la captura o la muerte, en sus andanzas.
Después del golpe de Estado de 1979, cuando él asumió públicamente el liderazgo de la lucha anticomunista, se colocó en una difícil situación como blanco militar de varios sectores (guerrilla, la CIA, un grupo de militares de la Fuerza Armada colaboradores de la izquierda, más la policía política de Napoleón Duarte, organizada por el chileno Miguel Fritis). Eso lo obligó a la clandestinidad y a redoblar sus medidas de seguridad.
El golpe podía ser contra él personalmente, pero también contra su esposa, sus hijos o sus hermanos. Un día detectó movimientos extraños en torno a don Carlos y lo movió rápidamente a él y a su familia hacia Guatemala. Mientras tanto, movía continuamente a su esposa y a sus hijos llevándolos de casa en casa de amigos. En una ocasión le dijo a doña Yolanda que estaba preocupado porque doña Marisa andaba preguntando por él, averiguando dónde vivía, y temía que cometiera la estupidez de entregarlo a sus enemigos.
A mediados de 1980, cuando Roberto d’Aubuisson estaba exiliado en Guatemala, hizo un viaje clandestino a El Salvador. Doña Yolanda y los niños se quedaron allá en una casa secreta. Don Carlos también estaba allá en otra casa compartimentada. Roberto d’Aubuisson fue alertado por un militar amigo de que estaba en curso un intento de secuestro de su esposa y sus hijos. El militar había capturado a varios miembros de una célula guerrillera y uno de ellos había confesado el asunto. Desesperado, el Mayor le pidió a Willy Alemán que saliera inmediatamente hacia la capital guatemalteca a rescatar a su familia. Willy consiguió una avioneta y llegó a tiempo.
Roberto d’Aubuisson hijo tenía entonces 11 años y lo recuerda: “Metimos nuestras cosas aprisa en el carro que nos llevaría al aeropuerto y salimos casi volando. Pero otro carro seguidor que nos daría seguridad salió después, y ellos sí vieron la llegada del comando que iba por nosotros. Estuvieron a cinco o diez minutos de caernos encima”. Pero en el incidente hubo una cosa extraña. Justo por esos días, don Carlos se encuentra cerca de su departamento, que era secreto, a doña Marisa. Ella le dijo que era una coincidencia y que estaba posando en el mismo edificio.
—¿Cree usted que el intento de secuestro y la presencia de doña Marisa estaban conectados?
—Nunca lo pensé ni me gustaría creerlo, pero el hecho es que allí estaba ella de pronto.
—¿Roberto d’Aubuisson le comentó algo al respecto?
—En esas cosas él era sumamente reservado. Nos decía que nos moviéramos, pero no nos explicaba las razones en detalle.
—Mire —interviene doña Carmen—, ya ve usted las barbaridades que Marisa ha dicho de Roberto sin una sola prueba, ya sabe que ha declarado avergonzarse de llevar la misma sangre y el mismo apellido. No lo entiendo, créame, porque ella al igual que nosotros conoció perfectamente a Roberto y sabe muy bien que no era un hombre violento ni cruel ni nada de eso. Por el contrario, Roberto era un hijo, un hermano y un amigo cariñoso, leal y con un gran sentido de la justicia: eso lo sabe Marisa. Uno puede entender que los enemigos a quienes Roberto combatió desde la denuncia cívica y desde la lucha política insulten su memoria con calumnias de todo tipo, hasta las más monstruosas… ¿Pero cómo entender que una hermana, la más querida por él, ofenda su memoria de esa manera tan cruel con tantas mentiras?
—Es el fanatismo ideológico —insiste don Carlos—, esa es la única explicación. Desde que se fue con las monjas a Guatemala, ella todo lo miraba desde el concepto de la lucha de clases, y no había modo de que se saliera de esa visión. Para ella Roberto personifica el obstáculo más grande y quien puso fin a sus sueños revolucionarios de imponer aquí por las armas un régimen marxista-leninista.
—Nosotros sentimos orgullo de llevar la sangre y el apellido de Roberto d’Aubuisson —concluye doña Carmen—, nos enorgullecemos de su lucha, su liderazgo, su entrega, su lealtad y su legado al país, pero también por haber sido tan amoroso y solidario con nosotros sus hermanos, incluyendo a Marisa, y con mi mamá.
Esta es la versión de don Carlos y doña Carmen. En lo personal, me hubiera gustado hacerle a doña Marisa algunas preguntas muy concretas, por ejemplo: ¿qué hacía ella a principios de 1980, en una reunión con Monseñor Óscar Arnulfo Romero y otros sacerdotes, discutiendo sobre cómo arreglar el problema de un cura al que le habían robado una pistola, y que al ser preguntado por qué andaba armado contestó: “Yo seré bueno, pero no pendejo. Mucha fe podré tener, pero también tengo miedo, y a mí no me agarran vivo”? Esto lo cuenta la misma doña Marisa en la página 165 del libro “Monseñor Romero, piezas para armar un retrato”, de María López Vigil.
También le hubiera preguntado ¿cómo sabía ella, sin ser militante, de los preparativos logísticos y hasta la ubicación de las zanjas que se abrirían en Santa Tecla, en la ofensiva general guerrillera de 1981?, cosa que reconoce en una entrevista concedida al periódico digital El Faro. Pero ella no quiso concederme la entrevista.
Un golpe de amor
El joven teniente de la Guardia Nacional recién destacado al puesto de Usulután, en 1966, Roberto d’Aubuisson, le dijo a un lugareño que acababa de conocer: “He visto a la mujer más bella que te podás imaginar. Esa va a ser mi esposa”. El lugareño le preguntó las señas de la muchacha y, vaya coincidencia, era su novia: Yolanda Munguía, una chica adinerada que tenía por costumbre ser reina de belleza del algodón, del club de leones y de las fiestas municipales, y que había estudiado el secretariado profesional en Nueva Orleans. “Entonces ya te jodiste, mi hermano”, le dijo Roberto d’Aubuisson, porque te la voy a quitar en buena ley, enamorándola hasta que me dé el sí. Y doña Yolanda tampoco pudo resistirse a los requiebros constantes de aquel muchacho guapo y viril de ojos amarillo verdosos.
El problema es que el padre de doña Yolanda, y toda su familia, se opusieron totalmente a ese noviazgo bajo el contundente argumento de que ¿cómo iba a ser novia la niña de un simple guardia que además no tenía ni donde caerse muerto? Pero, aun con esa oposición, los novios lograron salirse con la suya y poco más de un año después, en 1967, se casaron.
El día en que Roberto d’Aubuisson, muy quitado de la pena, le entregó su primer salario íntegro a su esposa, un cheque de 500 colones, que no ajustarían ni para comprar un vestido de los que la niña estaba acostumbrada a usar, ella se encerró a llorar en el baño.
—¿Cómo aguantó usted el cambio de nivel de vida?
—Con amor… Bueno, pero no me resigné, monté varios negocios para hacer entrar más ingresos a la casa, y eso lo hice durante todos los años que viví con Roberto, siempre tuve mis propios ingresos.
—Dicen que los guardias eran muy dados a las faldas y al trago…
—Roberto no me dio problemas ni por una cosa ni por la otra, al menos yo no me enteré nunca, hasta que nos separamos. Era muy caballeroso él, me llevaba serenatas con la Marimba de la Guardia Nacional y le gustaba dedicarme “La malagueña” y “Dónde encontrarás”.
—¿Le siguió dando su cheque íntegro siempre?
—Siempre. Pero él no tenía ningún sentido del dinero.
—¿Cómo la pasó usted cuando él asumió el liderazgo de la lucha anticomunista?
—Fue difícil ese tiempo. El pobre andaba escondiéndose porque no sabía de qué lado le podía caer un tiro, y para golpearlo donde más le doliera también nos buscaban a mí y a mis hijos. Los primeros meses yo me fui a refugiar con los niños en una finca de mi papá, en Usulután. Ahí estuvimos encerrados varios meses.
—¿Tenían seguridad?
—¿De dónde íbamos a sacar seguridad? Yo lo único que tenía era mi pistola.
—¿Usted tenía pistola? ¿Roberto d’Aubuisson se la dio?
—No, esa pistola era de mi mamá. Ella me la regaló. Y mire que yo tenía muy buena puntería… había sido una excelente “pitcher” de softbol. Cuando éramos novios le pedí a Roberto que me enseñara a disparar y no quiso, yo aprendí sola. Él me vio una vez bajando mangos a pedradas y se dio cuenta de que piedra que tiraba, mango que caía. Entonces me dijo: “¿Y así querés que te enseñe a tirar, con ese pulso que tenés?, vos sos muy brava, y un día en un enojo me podés dejar como colador, mejor no…”. Pero, en fin, varias veces nos quisieron matar o secuestrar, ahí anduvimos con los niños para arriba y para abajo, sin dinero y con los riesgos. Mi felicidad con él fue completa hasta 1979, después aquello fue infierno por todo lo que pasó.
—¿Se refiere a los problemas de la lucha o a la separación?
—A todo. Yo estuve a su lado, en las buenas y en las malas, y cuando se fue me dolió mucho, sufrí demasiado, sobre todo porque él, que era un hombre tan valiente, no tuvo el coraje de venir a pedirme personalmente el divorcio. Me mandaba razones y papelitos, y yo le mandaba a decir que le firmaba el divorcio de inmediato si él venía personalmente a pedírmelo, mirándome a los ojos. No tuvo valor para hacerlo.
—¿Se sintió traicionada por Roberto d’Aubuisson?
—Como hombre me falló en eso, creo yo… Pero, sabe una cosa, yo nunca tuve duda de su integridad como líder. La jodida es que ese líder era mi marido.
—¿Lloró usted su muerte?
—No. Ya lo había llorado demasiado antes. Ya lo había enterrado en mi corazón.
—¿Pero lo perdonó, doña Yolanda, o aún no?
—Le voy a contar algo. El 20 de febrero de 1992, en la tarde, yo estaba
recostada en ese sofá, mire. De pronto sentí una profunda opresión en el pecho y me asusté. Me senté y ahí a mi lado estaba él. Nos miramos un rato. “Perdoname, Yoli”, me dijo con sus manos juntas. “Andate en paz, hijo, en mi corazón estás perdonado”, le dije yo. Pocos minutos después sonó el teléfono para avisarme de su fallecimiento.
—¿Fue Roberto d’Aubuisson el gran amor de su vida?
—Sí. El único amor de mi vida.
—¿Qué piensa de las acusaciones que le hacen?
—Roberto era valiente, inteligente y honrado. Por ninguno de esos tres lados podían derrotarlo sus enemigos, lo único que les quedaba y les queda todavía es calumniarlo.
El aviso
A principios de 1991, cuando Alfredo Cristiani ya era presidente y se avecinaban las elecciones legislativas y municipales, Roberto d’Aubuisson andaba en gira nacional proselitista. Estaba feliz el hombre: su partido gobernaba el país, tenía la certeza de que las negociaciones con el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) darían resultado y se terminaría firmando la paz, y también tenía la certeza de que triunfaría de nuevo en el proceso electoral en curso. Ese día venía con su comitiva de un mitin en San Alejo. En El Tránsito pararon a almorzar, antes de dirigirse al cierre de campaña en San Vicente.
Después del almuerzo le dijo al Negro Sagrera que le dolía una muela y quería recostarse. Ahí mismo donde habían almorzado le ofrecieron una hamaca. Se acostó y se puso el sombrero sobre la cara. El dueño de la casa estaba loco de contento porque el Mayor era su huésped, pero en la felicidad se le pasó la mano con los brindis y terminó emborrachándose. Se acercó al Mayor para agradecerle la visita e imprudentemente le quiso dar un abrazo. El caso fue que al rozarle la cara con sus brazos, el Mayor dio un alarido de dolor: le había lastimado la muela. A partir de allí ya no fue el mismo, aunque quiso proseguir el viaje.
Ya estando en San Vicente, iban de camino a la plaza del mitin cuando el Mayor se detuvo de pronto y le dijo al Negro Sagrera: “Ya no aguanto el dolor, Nando, es demasiado, mirame si está muy inflamada la encía”. El Negro observó y no le gustó para nada lo que vio: “Era evidente que no era la muela el problema, tenía algo así como una herida blanca en la encía. No, le dije, esto es otra cosa, Roberto, tenés que irte al dentista de inmediato. Lo del mitin ya está arreglado”.
Según doña Yolanda Munguía sólo había tres cosas que aterrorizaban a Roberto d’Aubuisson de manera insuperable: las arañas, las inyecciones y los dentistas. Pero ese día el dolor fue tan intenso que aceptó ir al dentista. Al médico tampoco le gustó lo que vio, y tomó una muestra para que la examinaran en los Estados Unidos. La biopsia reveló la existencia de un tumor grave. Roberto d’Aubuisson fue urgido a enfrentar de inmediato un tratamiento clínico complejo en un hospital de Houston, Texas. Hubo una primera operación, pero los médicos necesitaban seguirlo examinando. Roberto d’Aubuisson salió del hospital y fue a visitar a su Amigo Antonio Cornejo Arango a Miami.
Cuando regresó al hospital le dijeron que había que intervenirlo nuevamente, pues había otro tumor cancerígeno. Entonces llamó al Negro Sagrera por teléfono a San Salvador: “Ya me jodí, Negro, esto es cáncer y va en serio. Ni modo, hermano”. De ahí en adelante vinieron las quimioterapias y el proceso degenerativo se aceleró.
Regresó a El Salvador, pero ya era evidente lo mal que estaba. Salía muy poco y sus apariciones en público se redujeron prácticamente a cero. Pasaron los meses, y con ellos los avances del proceso de diálogo y negociación con el FMLN. Por el teléfono rojo que lo conectaba directamente con el presidente Cristiani, se informaba del curso de las negociaciones alentando a sus amigos a que hicieran lo imposible por concluirlas con éxito. No quería irse sin ver a su país en paz.
El doctor Óscar Santamaría y Walter Araujo estaban en pleno diálogo con el FMLN en Querétaro, México, cuando recibieron un mensaje inusual: un cuadro de alto nivel del Departamento América del Partido Comunista Cubano quería reunirse con ellos. Decidieron asistir. El enviado Ramiro Abreu traía un mensaje de su gobierno: Cuba estaba dispuesta a poner sus adelantos tecnológicos y médicos al servicio de la salud de Roberto d’Aubuisson. No se trataba únicamente de un gesto humanitario, sino sobre todo de un reconocimiento a quien estaba impulsando decididamente el proceso hacia la paz.
Otra historia de amor
Martaluz Angulo tenía 15 años cuando conoció a Roberto d’Aubuisson en Santa Tecla, en 1963. Él había cumplido los 19 años y se miraba apuesto con su traje militar. Ella era guapa como pocas. Se hicieron novios. Año y medio tenían de romance cuando ella se fue de vacaciones durante 15 días a una playa. Habían quedado en que él llegaría a visitarla, pero pasaron los días y el enamorado ni se asomó. Ella dio por terminada la relación, y aunque él intento explicar sus razones, vinculadas al servicio militar, ella no quiso escucharlo. Dice doña Carmen d’Aubuisson que el joven lloró amargamente la ruptura.
Con algunos meses de diferencia, ambos se casaron en 1967, cada uno por su lado. Pasaron veinte y tantos años. Roberto d’Aubuisson tuvo sus cuatro hijos: Roberto José, Eduardo José, Silvia Yolanda y Carolina Graciela. Doña Martaluz tuvo también cuatro hijos, también dos hembras y dos varones. Dos matrimonios sólidos y felices. Cuando Roberto d’Aubuisson inició su lucha, el esposo de doña Martaluz, Julio Vega, piloto aviador y algodonero, lo apoyó de diversas maneras, y en más de una ocasión el Mayor y sus amigos se reunieron en casa de Vega. Un día de finales de 1983, Vega salió en su avioneta privada de Guatemala hacia el Salvador y desapareció en el aire. Roberto d’Aubuisson, amigo desde la infancia de la familia Angulo, se ofreció de voluntario para ayudar en las averiguaciones, ya que él tenía buenos contactos con las autoridades guatemaltecas. Julio Vega no apareció nunca. Y nadie sabe lo que en realidad pasó. Casi dos años después, en septiembre de 1985, Roberto d’Aubuisson y Martaluz Angulo cerraban con su boda el círculo amoroso que habían iniciado veintidós años antes.
He viajado a la ciudad de Quito, Ecuador, para hablar con doña Martaluz, la mujer entre cuyos brazos murió Roberto d’Aubuisson. En la escala de San José, Costa Rica, mientras cambio de avión, me encuentro con un grupo de ecuatorianos que regresan a su país. Entre ellos hay dos señoras que se sientan frente a mí. Les pregunto por ciertas direcciones de Quito, en las que buscaría un hotel. Me dicen que no son de aquella ciudad. Y nos quedamos en silencio el resto del viaje. En el aeropuerto de Quito tomo un taxi hacia la zona de hoteles. Me siento en la terraza exterior de una cafetería a beber una cerveza, viendo hacia la calle. Veo a una mujer que camina rápido en la acera, y cuando pasa frente a mi mesa siento un impulso irreprimible y le digo: “¿Martaluz?”. Ella se detiene y me mira con asombro.
Yo nunca había visto ni siquiera una fotografía de Martaluz Angulo de d’Aubuisson. “Sí, soy yo”, me dice. Cuando me presento, me cuenta que como no había vuelto a llamarla para confirmar mi viaje, creía que ya no iba a entrevistarla: “Tengo prisa, debo ir al aeropuerto a recoger a mis hermanas que recién llegaron de El Salvador”. Y entonces caigo en la cuenta de que son las dos señoras con las que había viajado. Es evidente para mí, desde el primer momento, que tanto doña Martaluz como doña Yolanda son mujeres hermosas y de carácter fuerte. Tampoco doña Martaluz ha vuelto a casarse.
—¿Cómo es que se dio el rencuentro entre usted y Roberto d’Aubuisson?
—El destino, qué sé yo. Cuando ya era evidente que mi esposo no aparecería, después de tantas averiguaciones que se hicieron, Roberto comenzó a buscarme, insistió mucho y, claro, él había sido mi primer novio, había ese antecedente. Yo estaba sola y él separado. Hablamos mucho y en una plática, en Key West, se nos hizo larga la noche. Y ahí comenzó todo.
—¿Usted siguió enamorada de Roberto d’Aubuisson desde aquel primer noviazgo?
—No, yo amé con locura a Julio Vega, y tuve con él un matrimonio feliz. Lo amé hasta el último día, y eso se lo dije a Roberto. Fue una condición de mi matrimonio con él: ni para mí ni para mis cuatro hijos podía ser un fantasma Julio Vega. Roberto lo aceptó así.
—¿Entonces nunca hubo un acercamiento entre ustedes en todos esos años?
—Jamás… pero sí recuerdo un detalle. En 1982, cuando Roberto tomó posesión como presidente de la Constituyente, Julio y yo fuimos a la Asamblea para ver el acto y apoyarlo. Estaba tan lleno aquello que nos sentamos en el suelo. De pronto se armó el escándalo que usted ya ha relatado, cuando alguna señoras del sector femenino y otros areneros más le gritaron y hasta le lanzaron las monedas. Yo vi cómo aquello le dolió tanto a Roberto, que estaba allá en la mesa directiva, y lo vi cómo casi se encogió en su silla. Me dio mucha ternura verlo así y sin pensarlo, estando mi esposo a la par, le mandé un beso con los dedos. Él me estaba mirando y disimu ladamente hizo lo mismo. Aquello no tuvo que ver nada con el amor, sino con el apoyo moral, pero sí sentí cierta inquietud. Eso fue lo único que pasó antes de que nos casáramos.
—¿Fue feliz con el mayor Roberto d’Aubuisson?
—Plenamente. El nuestro fue un amor maduro y muy consciente. Él no abandonó su trabajo político, pero decidimos que nuestro hogar era para nuestro amor, para los dos. La política comenzaba de la puerta para afuera.
—¿Cómo era el Roberto d’Aubuisson cotidiano?
—Un hombre sencillo y amoroso, muy tierno, zalamero y simpático.
—¿No vivía muy tenso por la situación de guerra?
—Roberto era muy sereno, y cuanto más se tensaba una situación él tendía a tranquilizarse más, para poder tomar la mejor opción. Todo en él era fresco y sencillo, sus gustos para vestirse y comer, sus maneras de divertirse, de hablar con la gente así fueran poderosos o humildes, un hombre muy sincero.
—¿Qué piensa de las acusaciones que se le hacen?
—Puras mentiras. Él era un hombre bueno que lo dio todo por su país.
—¿Cómo reaccionó a la noticia de que su enfermedad era cáncer?
—Con un estoicismo extraordinario. Desde que se conoció el diagnóstico, en nuestra casa jamás volvió a hablarse del cáncer, ni de la muerte.
—Cuando ya no podía salir, ¿qué hacía en casa?
-Leía mucho y tomaba notas, estaba permanentemente al tanto de lo que ocurría. Veía las noticias en la televisión y platicábamos horas y horas.
—¿De política?
—No necesariamente… de todo, recuerdos, amigos, viajes, en fin, de nosotros.
—¿Estaba satisfecho de lo que había hecho o se arrepentía de algo?
—Estaba satisfecho, pero creía que faltaban muchas más cosas por hacer. No estaba arrepentido de nada en absoluto.
—¿Alguna vez le comentó lo que sentía por lo que sus adversarios decían sobre él?
—Eso había dejado de preocuparle. Lo fundamental ya se había conseguido: la paz. Roberto estaba muy claro de lo que ocurría con esas calumnias y pensaba que la decisión del pueblo de darle sus votos a su partido era el más grande desmentido a todo eso. En una ocasión, antes de que se enfermara, los del famoso programa estadounidense “60 minutos” lo buscaron para una entrevista. Él dijo que ya no creía en los periodistas porque siempre distorsionaban lo que decía. Pero mucha gente creyó que era importante que él explicara su plan político y su historia a ese programa tan importante. El mismo presidente Cristiani le dijo que sí concediera la entrevista. Al final hasta yo le dije lo mismo. Aceptó a regañadientes. ¿Y sabe lo que le hicieron?
—No, cuénteme.
—En medio de la conversación le preguntaron si él había matado. Roberto les dijo que sí, que no olvidaran que él era un soldado, un oficial que había ido a la guerra contra Honduras en 1969… Pues cuando salió el programa, la sorpresa es que sólo dejaron su respuesta en el “sí”, y le cortaron la explicación que había dado. Así es como fueron desfigurando su imagen los que lo malquerían, ese fue el método.
—Doña Marisa estuvo con él en esos últimos días… ¿Sabe usted si hubo una reconciliación entre ellos?
—Dos meses antes de su muerte, yo dejé entrar a Marisa, que había sido mi mejor amiga en la infancia, para que lo viera. Eso lo hice sin consultárselo a Roberto, porque creí que era importante que platicaran. ¿Reconciliación? Es que Roberto nunca la odió ni le hizo ningún daño, él siempre le tuvo un gran cariño a pesar de saber en lo que ella andaba. Más bien se preocupaba por ella. De parte de él no había rencor. Yo entendí que ella sí se reconcilió, por eso no entiendo en absoluto lo que ahora anda diciendo. De veras que no lo entiendo.
—¿Qué sucedió cuando comenzó a deteriorarse mucho físicamente?
—Se miraba al espejo y me decía: “Míreme cómo estoy, chichí, echo una piltrafa, yo no quiero que la gente me mire así”. Y él no era vanidoso, lo que pasaba es que creía, sin vanidad, que su imagen ya no le pertenecía a sí mismo, sino a la gente, al pueblo, y quería que lo recordaran sano y fuerte. Por eso, y no porque yo quisiera, es que al final sólo muy pocas personas pudieron verlo. Cuando tuvo la crisis que nos obligó a internarlo en el Hospital de Diagnóstico, y por la que ya no volvió a salir de ahí, ya muy desmejorado y casi sin poder hablar, todavía seguía haciendo planes, y estaba en paz. Monseñor Fredy Delgado lo llegaba a ver a diario y platicaban mucho. Eso lo reconfortaba. El día en que murió yo estaba sola…
Doña Martaluz inclina la cabeza, se le quiebra la voz y se le salen las lágrimas. Es tiempo de guardar silencio y mi libreta de apuntes.
Adiós amigo
Fernando, el Negro Sagrera, llegó al Hospital de Diagnóstico a las 6 de la mañana. En la entrada se encontró con el asistente que le subía los periódicos a Roberto d’Aubuisson. Doña Martaluz vaciló si dejarlo entrar o no. El Negro no esperó que lo decidiera y entró por su cuenta. No quería que su amigo lo viera, sólo quería espiarlo un momento detrás de una cortina. Eso era todo. Pero el amigo lo vio y con gestos le indicó que se acercara. Le costaba mucho hablar.
—Hombre, Chelito —le dijo el Negro—, yo ya me cansé de verte tirado en una cama, no jodás. Buscá modo de levantarte y nos vamos para el mar. Allá en la bahía de Jiquilisco tengo lista la tiburonera que compramos. Todo está a punto para que empecemos a trabajar, sólo vos hacés falta. Así es que animate y nos vamos. Allá el sol y la brisa del mar te van curar del todo, aquí de tristeza es que te podés morir, Chelito. Vámonos. Yo te miro medio repuesto.
Roberto d’Aubuisson sonrió. Entendía a su amigo, pero no se engañaba a sí mismo. Se quitó la sábana que lo cubría para que el Negro viera los tubos a los que estaba conectado: “No me mintás, Negro, mirá cómo estoy de jodido. Yo de aquí ya no salgo, hermano, y lo sabés. Esto se acabó, Negro”. Fernando Sagrera no quiso darse por enterado de esas palabras. Los dos hombres se estrecharon fuertemente las manos mirándose a los ojos. “Bueno, Chelito, ya te digo, insistió el Negro, si mañana te sentís mejor, mañana mismo nos vamos al mar. Descansá, Chelito. Todo está bien. Descansá tranquilo”, y salió de la habitación sabiendo que era la última vez que vería a su amigo con vida.
En la aventura política que inició el mayor D’Aubuisson a finales de los años setenta, le acompañaron sus cuatros hijos y su primera esposa, Yolanda Munguía. En varias ocasiones la familia D’Aubuisson Munguía tuvo que cambiar de domicilio o salir exiliada del país.
Horas después don Carlos d’Aubuisson llegó a ver a su hermano. Estaba raro, animado a pesar del evidente deterioro físico. Con dificultad le dijo que quería lapicero y papel, y que tenía algo muy importante que decirle. Se trataba de la tiburonera en la que se había asociado con sus amigos queridos: Toño Cornejo Arango y el Negro. En el papel dibujó con mano temblorosa una especie de organigrama de la empresa. Al lado del organigrama escribió una serie de instrucciones precisas de pasos a seguir. ¿Estaba ilusionado con la posibilidad de salir y de hacerse a la mar con sus amigos? El caso es que con mano temblorosa le señaló a don Carlos algo en el papel: era un cuadrito en que había escrito tres nombres para la junta directiva y la gerencia de la empresa: Toño Cornejo, R. d’, Nando. Dice don Carlos que Roberto d’Aubuisson sonrió satisfecho cuando le señaló el nombre del Negro.
Pero don Carlos sabía algo que su hermano ignoraba: no había tal tiburonera ni había nada, el negocio había salido mal desde el principio y estaban quebrados. Don Nando no había encontrado otra forma de inyectarle ánimo a su amigo. Fue la última ilusión de Roberto d’Aubuisson: hacerse a la mar en busca de tiburones. Murió pocos días después. El Negro decidió no aceptar que su amigo había muerto y no quiso ir al velorio. Se encerró en su habitación. A la 1 de la mañana se levantó y sin pensarlo condujo hasta la cancillería, donde era la vela, y tuvo tanta mala suerte que cuando iba entrando una orquesta rompió a tocar “Las golondrinas”. No pudo más, dio media vuelta y fue a sentarse solo en una cuneta. Aquel hombre duro rompió en llanto como un niño. Alfredo Cristiani se acercó y le puso una mano en el hombro sin decir una sola palabra.
Los últimos 13 años de la vida del Negro Sagrera habían girado en torno a Roberto d’Aubuisson y sus batallas. Habían empezado de cero y corrido mil peligros juntos. Había dejado su familia, su oficio de piloto agrícola, sus negocios y cultivos. Habían creado un partido político que ya estaba en el gobierno, y habían hecho posible la paz. El Negro entró a la lucha siendo un agricultor próspero y propietario de su propia avioneta de riego. Ahora estaba quebrado económicamente, pero no le importaba. En todos los años de batallas no había cobrado un sólo centavo por sus servicios. Incluso, cuando fue secretario privado de Roberto d’Aubuisson en la Asamblea Legislativa no tuvo salario.
Lo suyo era un voluntariado. Por eso no entendía que algunos que se habían acercado a ARENA, pero sólo después de que el partido llegó al gobierno, lo miraran de reojo como el sobreviviente de una etapa demasiado cuestionada. Por eso le dolía profundamente, si era cierto, porque nunca pudo verificarlo, que un hombre muy rico, cuando Alfredo Cristiani ganó la Presidencia de la República, hubiera dicho en una suntuosa reunión privada: “Bueno, ya ganamos… Ahora a la mierda d’Aubuisson y sus mariachis, que ya llegamos los dueños de la fiesta”.
Epílogo de una historia controversial
Aparte de una considerable cantidad de correos insultantes y hasta amenazantes contra mi persona, a partir de la publicación de este reportaje, tres académicos de la UCA, un coronel y un asesor de alto nivel de CONCULTURA han coincidido en tres cuestiones básicas en artículos y cartas publicadas en diversos medios:
1. que he faltado a la verdad al no decir que Roberto d’Aubuisson fue el peor asesino en la historia salvadoreña, ya que ellos sí dan por evidente y probada su culpabilidad; 2. que he faltado a la ética periodística al no contrastar fuentes, y privilegiar los testimonios sólo de los amigos y familiares de D’Aubuisson; 3. que ARENA me está pagando bajo de agua por este trabajo.
Examinemos las tres acusaciones. La primera: como ha quedado expresado en este reportaje, creo que, en efecto, hay indicios razonables como para considerar a Roberto d’Aubuisson como sospechoso de haber participado en algunos de los asesinatos de los años ochenta. Pero “sospechoso” no es sinónimo de “culpable”. Habiendo acudido al Socorro Jurídico del Arzobispado, y al Instituto de Derechos Humanos de la UCA en busca de pruebas, estas no me fueron suministradas, quedando todo al nivel de convicciones íntimas y de lo dicho por la Comisión de Verdad y otros testimonios publicados en varios reportajes de periodistas norteamericanos. Pero en la sexta entrega de este trabajo creo haber demostrado la falta de objetividad y maliciosa parcialización de esas dos fuentes.
Segunda: este reportaje ha sido elaborado orquestando una diversidad de voces que van desde ex comandantes guerrilleros hasta intelectuales y políticos francamente adversos a D’Aubuisson, por la vía de la entrevista directa o de la cita textual de sus declaraciones y escritos recogidos en diversas publicaciones (ello puede ser comprobado con una simple hojeada a cada una de las entregas). No omití la cita textual de las principales acusaciones directas contra Roberto d’Aubuisson, incluyendo la de mayor peso en términos morales: la de su propia hermana, doña Marisa d’Aubuisson. Pese a ello, particularmente los académicos de la UCA me reclaman, o denuncian, como una falta totalmente inaceptable en términos éticos (lo que de entrada descalifica moralmente tanto mi persona como mi trabajo) el hecho de no haber contrastado fuentes.
Lo raro es que estos académicos de la UCA, que entre otros han sido los propagadores más persistentes de la culpabilidad de Roberto d’Aubuisson, no han dicho absolutamente nada del siguiente hecho: en 1993 fue publicado el libro titulado “Monseñor Romero, piezas para un retrato”, de la periodista española María López Vigil. En ese libro se da por sentado que fue Roberto d’Aubuisson quien mando a matar a Monseñor Romero. La acusación es grave. Y sin embargo, la periodista, que habló con una verdadera multitud de colaboradores y simpatizantes de Monseñor Romero, no consigna un tan sólo testimonio de algún familiar, amigo, político o militar afín al acusado.
No hay a lo largo del libro una sola voz que no sea la de los amigos de Monseñor. No contrastó sus fuentes en lo absoluto. Pero los académicos de la UCA no sólo no le reclamaron eso como “una falta totalmente inaceptable en términos éticos”, sino que, y esto es lo más sorprendente, fue precisamente la UCA la que publicó el libro en cuestión, sin importar en este caso el principio ético que implica contrastar las fuentes. ¿En qué quedamos? En mi reportaje sí hay contraste de fuentes. En el libro publicado por la UCA no. Eso es un hecho verificable.
Tercera: en lugar de debatir en términos de ideas el papel jugado por Roberto d’Aubuisson en nuestra historia más reciente, mis detractores se limitan al intento de descalificarme en términos morales, por la vía de sugerir no tan veladamente que ARENA me ha comprado para que escriba este reportaje. Ello es una infamia, una calumnia. No pueden presentar pruebas al respecto (los desafío a que lo hagan), pero lo afirman sin pudor alguno. Saben que, aun siendo una mentira, esa sugerencia es grave para mi prestigio personal, pero ya está escrita y para algunos se volverá una verdad. Si eso hacen con un simple redactor en desacuerdo con ellos, me pregunto, ¿qué no habrán hecho estos señores con un formidable adversario político como Roberto d’Aubuisson?
Finalmente, después de todo lo investigado, no creo que Roberto d’Aubuisson fue un demócrata puro que pudo haber descendido al crimen. Creo que fue formado en una sociedad básicamente autoritaria; en una institución (el Ejército) autoritaria por definición; en un cuerpo (la Guardia Nacional) autoritario y represivo; en una especialidad (la inteligencia) que lo ponía en guerra contra los aparatos armados de la izquierda, cuando la izquierda había definido que el enemigo no era el Ejército, sino particularmente la Guardia Nacional, y actuaba en consecuencia. A pesar de ello, de esa formación, ese hombre creó el proyecto político más exitoso en la historia salvadoreña, y ese proyecto estuvo definido, desde su inicio, por el voto y no por la bala. En las dictaduras comunistas hay un sólo partido. En el sistema que Roberto d’Aubuisson propugnó, en cambio, los comunistas están en buena parte del poder sin ningún problema.
Ahora ha llegado la hora de hablar para el editor. no es por fuerza de voz ni voto alguno que he llegado hasta esta, que es una demanda clara de los intereses de la derecha anti-sistema, que no es mas que una opcion de contraste de la historia politica en esta ocasion, señores es cierto que los documentos son los fidedignos manuscritos de parate de la historia de este pais, pero debo decir esta que es uan cuestion valedera, al igual que la aberracion sentida atraves de los años por doña Marissa D'abuisson, el señor geovanny galeas, al poco entendimiento que dios me ha dado fue parte de la ex-guerrilla, no se que tipo de resentimiento y hacia quienes el lo tendra pero lo sabremos en otra nota que hable de l tipò de cuestiones que influenciaron sus postulados tan sesgados y amañados, pero en fin en los libros no se pudo documentar las persecusiones que muchos miembros de los bloques de izquierda sufrieron y algunos hasta tuvieron que huir asi como el hacia otros rumbos, pero si es de mucho interes hacerles ver el despotismo y sanguinismo que tuvo esta persona para con sus perseguidos y por parte de las entrevistas que se tuvo con las mujeres de el señor D'abuisson, quien va a hablar mal de su casa aunque se este cayendo y mas que nada caundo saben en cualquier momento sera el momento presiso para que llegue la izquierda la poder, si lo hacen de una manera muy a lo Arena, que luego que mataron a tantos llegaron al poder, el asesinato de el señor Vega o la desaparicion de el tiene la estampa y la insignia de D'abuisson, sin de jar rastro alguno, y llegara hasta su lecho de muerte la culpabilidad, Los Salvadoreños hace tiempo despertamos, ellos son los pendejops que no creen.
Filosofia Politica
viernes, 17 de agosto de 2007
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